sábado, 4 de julio de 2009

La belleza del cisne


(© Fan Zeng
“La alegría de aprender”, obra de Fan Zeng (1998).)

La fuente del arte es la perfección del cielo y de la tierra, y la fuente de la cultura es la perfección de la naturaleza. Esta es la idea medular de la conferencia “Retorno a la naturaleza, retorno a los orígenes” que el calígrafo y poeta chino Fan Zeng pronunció el pasado mes de mayo en la UNESCO, durante la celebración del Festival de la Diversidad.

La naturaleza es sumamente generosa con la humanidad. No sólo le proporciona el aire, la tierra y el agua, esto es, los elementos necesarios para su existencia, sino también una serie de reguladores como la alternancia del sol y la luna, el soplo benéfico de los vientos y la caída bienhechora de las lluvias que vienen permitiendo a la humanidad desarrollarse indefinidamente desde sus albores.

Impacientes, los seres humanos han respondido a esa bondad de la naturaleza con la hostilidad. En el siglo pasado, un biólogo pronunció esta temible frase: “No podemos contentarnos con esperar los dones de la naturaleza, ¡tenemos que exigírselos!”. Como si fuésemos hijos malnacidos que levantan la mano contra su bondadosa madre… Como si fuésemos cocodrilos feroces y salvajes, prestos a devorar todo con las fauces abiertas, ignorando los límites de lo que la Tierra puede legarnos.

Hace más de veinticinco siglos, el gran filósofo chino Lao Tse clasificaba los componentes del universo en cinco categorías: lo visible, lo audible, lo tangible, lo invisible o “dao” (“perfecta existencia”, una especie de ley celeste comparable a la idea de Platón, el espíritu de Hegel y la finalidad transcendental de Kant) y, más allá de lo invisible, la naturaleza, “perfecta existencia en sí, espontánea y configurada así”.

En el budismo, la noción de “en sí” expresa la adecuación absoluta a la razón de las cosas, la concordancia y la pertinencia, atributos todos ellos de la naturaleza. Signo incorruptible de la inmensidad del tiempo y el espacio, esa existencia “en sí” perdura de forma omnipresente e ilimitada. Diez mil millones de años luz no podrían circunscribirla y serían insuficientes para dar cuenta de su duración.

Según Paul Dirac, solamente la ciencia matemática más sofisticada podría describirla. Hace ya doscientos años, Kant atribuía un puesto predominante a esta ciencia en su Crítica de la razón pura, como si hubiera previsto la inevitable supremacía del dígito que ha acabado por instaurarse paulatinamente.

No obstante, la naturaleza se diferencia de la racional –y un tanto árida– lógica numérica. Ofrece a la humanidad la plenitud de amor y dulzura que es inherente a la belleza del cielo y de la tierra. A este respecto, hemos de recordar la doctrina de Zhuang Zhou, un pensador chino del periodo “Primaveras y Otoños”, cuya sabiduría divina puede compararse a la de la diosa Atenea. Decía así: el cielo y la tierra son de una belleza muda y perfecta; las cuatro estaciones se suceden a un ritmo regular, sin prescripción alguna; y la miríada de seres se realizan tácitamente, conforme a la razón de las cosas.

Esta existencia en sí, desprovista por completo de logos, encarna la excelencia del cielo y la tierra que da libre curso a la creatividad del alma humana y acoge con generosidad a la pluralidad de inteligencias y talentos humanos. Las semillas de esta belleza perfecta esparcidas por todo el planeta se transforman en virtudes de sinceridad y veracidad, así como en expresiones estéticas. Entre los derechos innatos del hombre, no cabe duda alguna de que figura el “derecho a la experiencia estética”, aunque no esté expresamente consignado en los textos de las leyes, quizás porque se considere implícito. Desde la Antigüedad hasta nuestros días, la perfección del cielo y la tierra ha sido el manantial libre e inagotable de la belleza y diversidad de las culturas de nuestro mundo.


Querer superar a la naturaleza es pura vanidad

(Foto 2: © Fan Zeng
“Zhong kui apartando a los demonios”, obra de Fan Zeng (2007).)

En el Zhuangzi, Zhuang Zhou describe un pueblo llamado “hexu” que, en los tiempos más remotos de la Antigüedad, vivía exento de preocupaciones, comiendo a su guisa y vagando tranquilamente en compañía de animales y plantas. Nuestras representaciones imaginarias colectivas abundan en este mismo sentido. Desde Platón hasta Owen, pasando por Tomás Moro, Saint-Simon y Fourier, los hombres han alimentado siempre sueños maravillosos. De no haber sido así, la humanidad no sería lo que es. Si tuviéramos que renunciar a nuestros sueños, sólo nos quedarían la esterilidad y la insipidez. Toda nuestra vida estaría orientada hacia la muerte. Triste suerte la nuestra, si así fuese.

¿No creen ustedes que la UNESCO preconiza la diversidad cultural para abrir precisamente camino a la inevitable gran concordia universal, y para que la cultura humana con sus mil destellos conserve toda su belleza durante millones de años?

“Retorno a los orígenes” y “retorno a la naturaleza” son dos expresiones de una misma idea. La cultura se ha inspirado siempre en la naturaleza. Por mucho que las artes y las letras la imiten, y por mucho que las ciencias descubran aspectos suyos, querer superar a la naturaleza es pura vanidad. A una ecuación descubierta por Maxwell en el siglo XIX debemos avances tecnológicos que van desde el micrófono a la industria aeroespacial. Sin embargo, Maxwell no inventó nada nuevo. Antes de que él naciera, antes incluso de que la Tierra existiese, esa ecuación ya estaba inscrita en algún lugar del universo.

Se dice que las artes y las letras están dotadas de un poder divino. Esto sólo son palabras de artistas que tratan de consolarse. En realidad, y a pesar de su recurso a la exageración artística, la humanidad sólo puede empeñarse en tareas que están a la altura de sus fuerzas, mientras que el menor movimiento del universo, dotado de una fuerza majestuosa, basta para estremecer al planeta entero. Los ciclones y los maremotos sólo son una leve muestra de la fuerza de la naturaleza y, cuando la magnificencia de ésta se transforma en terror, la humanidad se ve reducida a la condición de entidad ínfima. Kant ya nos dijo que distanciándonos un poco de la terrorífica potencia de la naturaleza, ésta podía convertirse en objeto de placer estético. No obstante, para experimentar ese placer no necesitamos forzosamente esa fuerza pavorosa de los elementos naturales, tenemos también otras cosas, como este Día Mundial de la Diversidad Cultural, por ejemplo.


La avidez devora el alma

(Foto 3: © Fan Zeng
“El canto de un pescador”, obra de Fan Zeng (2009).)

En la Antigüedad y las épocas clásicas, la humanidad vivía esencialmente de la agricultura y la ganadería, tenía fe en la naturaleza y se sentía cercana de ella. Los hombres le profesaban respeto y afecto, y no se mostraban arrogantes con ella. Luego, la industrialización exacerbó sus deseos, y ahora la avidez les está devorando el alma.

A principios del siglo XX, el británico Toynbee y el alemán Spengler nos advirtieron de los riesgos del síndrome del capitalismo, que se han confirmado hoy, al mismo tiempo que la perspicacia de estos dos eminentes pensadores. En estos momentos en que los avances de la tecnología van unidos a un consumo voraz, nuestro planeta se ve cernido por un peligro que cada vez se hace más atronador.

Si rendimos homenaje a las culturas originales, lo hacemos por su sabiduría, elegancia, autenticidad y simplicidad. Son la expresión de la pureza de alma de los antepasados. Bien es verdad que después han adquirido la coloración de lo sagrado, pero en la medida en que la religión cumpla su misión de reconfortar el alma humana, podemos considerarla fundamentalmente como un arte.

Les culturas no están regidas por los principios de evolución enunciados por Darwin o Spencer. Una obra reciente no es superior a otra anterior. La toma de conciencia y el esfuerzo por lograr la confianza y la concordia de que ha dado muestras la humanidad en esta jornada de intercambios pluriculturales nos iluminarán para siempre con su luz conmovedora y alentadora.

“En toda sociedad, ya sea de hombres o animales, la violencia genera tiranos, la clemente autoridad crea reyes. El león y el tigre en la tierra, el águila y el buitre en los aires, reinan sólo por medio de la guerra, dominan por el abuso de la fuerza y la crueldad. En cambio, el cisne es el rey de las aguas en virtud de las cualidades en que se fundamenta un imperio de paz: la grandeza, la majestad y la suavidad […]” (Buffon, Historia natural de los pájaros, tomo IX, “El cisne”). Hagamos votos todos juntos por la paz y la gran concordia de la humanidad, por que el cisne conserve perpetuamente su hermosa nobleza

Fan Zeng, poeta y pintor. Es uno de los más grandes calígrafos chinos actuales. Es autor de El viejo sabio y el niño (obra traducida al francés y publicada en este idioma en 2005).


Nombres citados, por orden de aparición en el texto:
Lao Tse, filósofo chino (vivió entre 604 y 479 a.C.)
Zhuang Zhou, filósofo taoísta (siglo a.C.)
Platón, filósofo griego (siglos V-IV. a.C.)
Georg Wilhelm Friedrich Hegel, filósofo alemán (1770-1831)
Emmanuel Kant, filósofo alemán (1724-1804)
Paul Dirac, físico y matemático británico (1902-1984)
“Primaveras y Otoños”, periodo de la historia china que va del siglo VIII al siglo V a.C.
Atenea, diosa griega de la sabiduría
Robert Owen, industrial y socialista utópico galés, padre del cooperativismo (1771-1858)
Tomás Moro, jurista, historiador, filósofo, teólogo y político inglés (1478-1535)
Claude-Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon, economista y filósofo francés (1760-1825)
Charles Fourier, filósofo francés (1772-1837)
James Clerk Maxwell, físico y matemático escocés (1831-1879)
Arnold Joseph Toynbee, historiador británico (1889-1975)
Oswald Spengler, filósofo alemán (1880-1936),
Charles Robert Darwin, naturalista inglés (1809-1882)
Herbert Spencer, filósofo y sociólogo inglés (1820-1903)
Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, naturalista francés (1707-1788)

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